“Perdonamos fácilmente a nuestros amigos los defectos que nada nos afectan.” François de la Rochefoucauld
En el trabajo terapéutico se habla frecuentemente sobre el tema del perdón. Los que recibimos una rígida formación y creemos en la necesidad de perdonar inmediatamente, lamentablemente, comprobamos a corto plazo que las viejas heridas siguen abiertas recubiertas por una paralizante capa de culpa y resentimiento. En este caso el perdón se reduciría a una acción mecánica que deja el corazón y en inconciente a merced de otros sentimientos que imposibilitan el verdadero perdón. Sabemos que debemos perdonar, pero no sabemos como. Somos incapaces de perdonarnos a nosotros mismos y la culpa nos ahoga. Nos flagelamos hurgando en la vieja herida y reprochándonos lo que tendríamos que haber hecho
en esa ocasión…Y como no podemos perdonarnos a nosotros mismos, no creemos que el perdón sea posible. Somos muchos los que deseamos vivir en paz con nosotros mismos y nuestro entorno, pero no nos podemos reconciliar con nuestro pasado.
Perdón y reconciliación se complementan mutuamente y sin embargo tienen diferente significado. El origen griego de la palabra “perdón” significa dejar libre, despedir, absolver y esta siempre relacionado con la culpa. “Reconciliación” significa calmar, atraer las voluntades opuestas, restablecer la armonía. Es como un paquete de intentos de acercarnos a nosotros mismos, a nuestra esencia… y así posibilitar el acercamiento a nuestro entorno.
Cuando algunas personas nos hieren y ofenden, no saben muchas veces lo que están haciendo. Nos hieren porque ellas mismas están heridas, porque sufren de complejo de inferioridad y la única manera de sentirse superiores es manipulando, hiriendo, molestando. Perdonar a esa persona no es un gesto de debilidad, sino una manifestación de mi libertad y mi fortaleza. Por el contrario, si no lo perdono, el otro sigue ejerciendo poder sobre mí, manipulándome, siempre presente en la herida que no dejo de hurgar. El perdón me libera de ese poder extraño porque el otro no es ya un adversario sino un individuo herido, perturbado, incapaz de actuar de otra manera.
Pero para perdonar debo primero perdonarme, amarme y aceptarme tal cual como soy, reconciliarme con mi enemigo interior. La conciencia de que mi honor no debe ser defendido pone en nuestras manos el remedio para sanar la herida, invita al otro a buscar la honra dentro de sí y no en la humillación de los demás. La enemistad surge por proyección. El individuo no es capaz de aceptar sus deficiencias y las proyecta sobre mí, viéndome como un enemigo. Luego se obstina en combatir en mí lo que no ha aceptado en si mismo. El amor a los enemigos se resiste a entrar en el juego proyectivo y ve al otro, no como un enemigo, sino como alguien desgarrado interiormente, que de alguna manera necesita desgarrarme a mi también.
Pero para amar al otro debo primero amarme, reconciliarme conmigo mismo, aceptar mis heridas y soltar el pasado. El proceso de perdón es un proceso de sanación que lleva tiempo. No basta un simple acto de voluntad en un momento dado. Es necesario cruzar un valle de lágrimas para desembarcar en la orilla del perdón.
La reconciliación con nosotros mismos consiste en aceptarnos tal cual somos ahora, con nuestros defectos y virtudes. El sí valiente a lo que veo en mí es una reconciliación con mis sombras, mis aspectos desatendidos, enterrados, reprimidos. Porque si no lo hacemos esta sombra se convierte en enfermedad o un desgarrón que nos deja psíquica y espiritualmente fragmentados.
Una vez que nos perdonamos podemos abordar el perdonar al otro. Anselm Grüm enumera cuatro pasos hacia el perdón y la reconciliación:
1) Dejar que se manifieste libremente el dolor que el ofensor nos ha causado.
2) Dar vía libre a la indignación y rabia que se agitan en nuestro interior y gritan contra el que nos agravió.
3) Tratar de formarse un juicio objetivo de lo sucedido. Si hemos dado vía libre a la indignación veremos con más facilidad si la herida fue intencional o si el otro tocó una zona vulnerable y se abrió una vieja herida.
4) Liberar el poder del otro. Mientras no perdonemos le damos poder al otro, porque permanecemos interiormente atados a él. El perdón libera del peso de esa fría piedra que oprime el corazón y del veneno que interiormente nos mata.
Perdonar al otro no implica necesariamente una comunicación verbal expresa. El perdón puede manifestarse en forma de un saludo cordial, un acercamiento sin recelo, una aceptación tal como él es. Evitando siempre que el perdón se convierta en una acusación, una humillación.
Anselm Grüm sugiere también un juego imaginario de sustitución de roles. Se debe imaginar que el ofensor se encuentra sentado frente a nosotros en una silla. Debemos decir todo lo que sentimos por el ofensor sin disculparlo ni callar en nada. Luego debemos sentarnos nosotros en la silla del ofensor e invertir los papeles, respondiendo a nuestras propias acusaciones y gritos previos provocados por nuestro dolor. De esta forma vemos las injurias y acusaciones desde otro punto de vista y nos acercamos al perdón.
Quedando libres, no hay ni vencedores ni vencidos. Hay una decisión profunda de no volver sobre las viejas heridas y una aceptación del perdón por parte del ofensor ya que no se sentirá más juzgado ni acusado. Solo cuando el otro puede conservar intacta su dignidad estará dispuesto a aceptar mi perdón y perdonar él mi propia parte del juego.
“Enseñemos a perdonar; pero enseñemos también a no ofender. Sería más eficiente.” José Ingenieros (Filósofo y psicólogo argentino)
María Giacobone Carballo.
Bibliografía: “Si aceptas perdonarte, perdonarás.” Anselm Grüm. AGAPE Libros. 3ª Edición.
Agradecimientos: A mi sobrina Rocío Virasoro por haber puesto este material en mis manos y a Pablo José Condrac por haberlo puesto en manos de ella y de esta forma reconectarme con mi querido Anselm Grüm.